Nos exhortaba a los seminaristas a vivir intensamente nuestra vocación y a amar intensamente la tarea apostólica. Me acuerdo de que nos decía permanentemente: “cuando el obispo los envía a una parroquia quieran mucho a la gente porque es la manera de evangelizar auténticamente…”
Gentileza de Monseñor José Ángel Rovai
Conocí a Monseñor Enrique Angelelli cuando tenía 15 años, y él era vicario parroquial en la parroquia de San José a la que yo pertenecía. Acababa de llegar de Roma en donde había estudiado y realizado su licencia en derecho canónico.
Lo que más me impactaba de su personalidad era su alegría contagiosa, su sonrisa siempre a flor de labios, su capacidad para relacionarse con la gente. Cuando saludaba a algunas personas, parecía que los conocía desde siempre. Todos nos sentíamos acogidos por su simpatía y su cercanía.
Lo seguí tratando por algunos años hasta que cerca de los 18 comencé a experimentar el deseo de ser sacerdote. En este tiempo era delegado de los aspirantes de la Acción Católica de la parroquia de Alto Alberdi. Fui una tarde al hogar sacerdotal a conversar con él y entre mate y mate fueron pasando las horas. Estuve toda la tarde. Al regresar a mi casa, experimenté en el interior de mi corazón que Dios me quería sacerdote, sentí una inmensa alegría. Su charla realmente me contagió. El sacerdocio, en el “pelado”, como cariñosamente lo llamábamos se lo percibía, por así decirlo, a flor de piel.
Era un hombre religioso, pero bien normal. No había en él nada extraño ni que se saliera de lo normal. Su piedad era muy viril e intensa. Con los años lo seguí tratando. Ingresé al seminario y de vez en cuando nos visitaba. En ese tiempo íbamos al seminario menor para estudiar latín y griego. Al ingresar al seminario mayor Angelelli solía visitarnos y nos alentaba mucho. Verlo infundía esperanza y confianza. Cuando ingresé a teología, lo tuve como profesor de Derecho canónico en primer año.
Cuando estaba terminando tercero de teología, lo hicieron obispo auxiliar de Córdoba, tenía 37 años. El entusiasmo de la gente y del clero con su nombramiento fue extraordinario. En su consagración Episcopal realizado en la Catedral de Córdoba, colmada de trabajadores, de mucha gente y de sacerdotes, se vivió un momento de fiesta realmente inolvidable. Su trabajo como obispo auxiliar fue excelente. Visitaba las parroquias, a los sacerdotes y seguía siempre muy cerca de los más pobres. Atendía el servicio sacerdotal de urgencia, se metía en todos los barrios de la ciudad, su actividad era increíble, pero siempre buscaba hablar a la gente del Evangelio.
Cuando yo terminaba la teología y me ordenaba de diácono, el arzobispo lo hizo rector del seminario. Allí lo conocí con mayor profundidad. Nos exhortaba a los seminaristas a vivir intensamente nuestra vocación y a amar intensamente la tarea apostólica. Me acuerdo de que nos decía permanentemente: “cuando el obispo los envía a una parroquia quieran mucho a la gente porque es la manera de evangelizar auténticamente…” Nos contaba con intensidad sus tareas apostólicas como obispo en las parroquias; pude acompañarlo como diácono en la toma de posesión de algunos párrocos.
En mis charlas personales con él pude apreciar la extraordinaria capacidad sacerdotal y el cariño profundo que tenía por su vocación. Nos quería mucho y nos lo manifestaba.
Antes de irnos de vacaciones nos recomendaba que visitáramos a los párrocos y que le ofrecieran nuestra colaboración. Yo siempre salía entusiasmado de esas charlas y con muchas ganas de ser cura. Una semana antes de mi ordenación que fue el 15 de agosto, tuve una larga conversación que me animó a dar con entusiasmo el paso decisivo de mi vida. Nos brindaba siempre mucha confianza en el Señor y nos pedía generosidad en la entrega.
“Muchachos -nos decía- el cura tiene que darle a Dios toda su vida, para servir a Cristo y a la gente. No se cansen nunca de anunciar el Evangelio.”
Nos exhortaba a predicar con entusiasmo y sencillez la palabra de Dios y dar testimonio con nuestra vida. Siendo ya sacerdote y vicario parroquial lo visitaba con frecuencia y le pedí que fuera mi confesor y director espiritual. ¡Cuánto agradezco a Dios esta decisión! Me acompañó con mucho cariño, pero con firmeza.
Frente a los planteos que yo le hacía solía esbozar una sonrisa y después procuraba que yo aterrizara lo que había aprendido en el seminario. Cuando celebraba con él el sacramento de la reconciliación, salía reconfortado, me hacía experimentar el amor misericordioso de Dios y eso me alentaba a seguir adelante.
Siempre agradeceré a Dios que lo haya puesto en mi camino. Es para mí un modelo sacerdotal que nunca olvidaré. En los momentos difíciles de mi camino sacerdotal, pensar en él y evocar su figura, contribuyó mucho a mi fidelidad.
Una confidencia final: nunca pude rezar por su eterno descanso, antes bien, siempre solicité su intercesión ante Dios porque estoy seguro de que goza hoy de la felicidad sin fin que Dios tiene reservada a sus servidores fieles.